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Ser mujer en la cárcel: Una doble condena

Carla* recuerda que sentía temor, mucho temor sobre el lugar al que la iban a llevar aquel martes de madrugada hace nueve años. Para ella era tan incierta la idea de que iba a vivir por dos años y medio en la cárcel.

“Me van a pegar, me van a agredir, me van a lastimar. Ese fue el primer sentimiento que tuve”, cuenta después de años de lo acontecido, en libertad, con el dolor calmado y el recuerdo latente.

Aquel día no solo dejaba atrás a su mamá y a su hermana, también a sus dos hijos: un niño de 7 años y una niña de 9, a quienes no pudo darles alguna explicación antes de irse.

Esto afectó económica y emocionalmente a su familia. A partir de ese día, su madre y su hermana tenían que ver cómo conseguían el dinero para mantenerla a ella y a sus dos hijos.

Su experiencia es el reflejo de lo que viven otras mujeres encarceladas. Estefanía* quien actualmente cumple su sentencia en la cárcel de Turi, cuenta que lo que más anhela es estar con su familia. La pandemia le ha imposibilitado ver a sus padres porque tiene miedo de que se contagien. Además, prefiere “evitar los malos ratos”, explica que al momento de ingresar, los controles “son horribles” ya que las visitas se tienen que desnudar para ingresar.

Los últimos datos oficiales dicen que hay aproximadamente 2.500 mujeres en las cárceles del país. Eso representa apenas el 6 % de las personas privadas de libertad.

“El momento en que una mujer es encarcelada se penaliza no solamente al individuo, también se está penalizando a sus hijas e hijos, a la madre o padre de tercera edad que ella cuidaba”, explica Silvana Tapia, abogada, feminista anticarcelaria y miembro de la Alianza Contra las Prisiones Ecuador.

Tapia explica que “como en nuestro entorno aún es común que las personas dedicadas a los trabajos de cuidado o a la crianza sean mujeres, al encarcelarlas, se violenta las redes de cuidado que sostienen la vida fuera de prisión”.

Tapia está convencida de que no deberían existir cárceles para nadie. Por sus investigaciones, sostiene que la prisión no rehabilita. “La palabra rehabilitación implica que la persona está inhabilitada previamente y que hay que volverle a habilitar, como si la falla estuviera en el individuo, como si el problema fuera la persona, la mujer y el problema en realidad es la precarización, la pobreza y el sistema”.

Las dos cárceles

En los dos años y medio que estuvo en prisión, Carla vivió dos experiencias muy distintas. Un año estuvo en la cárcel para mujeres, que en ese entonces se encontraba en la Padre Aguirre (Centro Histórico de Cuenca), después fue trasladada para cumplir el resto de su condena junto a otras 81 mujeres al actual Centro de Rehabilitación Social – Sierra Centro Sur “CRS- TURI”.

Ese 19 de noviembre de 2014, a las 12:00, inició un cambio de vida para las internas. José Serrano, en ese tiempo Ministro del Interior, acotó que el traslado fue un éxito y que las mujeres contarían con una rehabilitación digna para su desarrollo: “Las nuevas instalaciones dan un ambiente de calidad, al tener unas celdas con camas dignas y espacios de recreación”.

Carla vivió el cambio así: “En la antigua (cárcel) era un ambiente como de un internado, como estar en un colegio más o menos. Estábamos en los dormitorios hasta las 08:00. Teníamos, por ejemplo, palillos, crochet, hilos, inclusive podíamos acceder a la biblioteca, podíamos hacer cualquier actividad, como deporte. Cada quien tenía sus pequeños negocios, incluso preparaban desayunos. Pero en Turi ya no teníamos nada de eso”.

Ella asegura que el traslado complicó mucho más la prometida rehabilitación. En la antigua cárcel podía ver a sus hijos al menos una o dos veces por semana. En el complejo de Turi los veía una o dos veces por mes. Y el encierro pasó a ser más prolongado. En la anterior cárcel pasaban alrededor de ocho horas fuera de su celda. En cambio, en Turi, llegaban a estar encerradas tres días seguidos, “en unas celdas que eran, bien, bien pequeñas”.

Fuente: El Mercurio